Era desgarrador oír cómo les pegaban a esos niños. Era insufrible despertarse de la siesta oyendo los cachetazos y los gritos. Más terrible aún era la angustia de no saber qué hacer para que la situación se solucionara: si hablar con mi vecino e intentar convencerlo por las buenas o recurrir directamente a la policía. Por otra parte, ante cualquiera de las dos alternativas, temía por mi integridad: si era así de violento con sus hijos, por qué no iba a serlo con su vecino, mucho más viejo y menos vigoroso que él.
Al fin, tomé coraje y hablé con el hombre. Él entendió mi planteo y hasta se mostró agradecido de que hubiera ido a hablarle, de que le hubiera mostrado alternativas que él no consideraba hasta el momento.
Ahora me siento en paz: desde aquel día en que conversamos, mi vecino ya no les pega a sus hijos en las siestas, sino por las mañanas, mientras yo trabajo. Y, según me ha comentado mi esposa, cuando lo hace pone la música tan fuerte que casi ni se oye el lío.